jueves

El Mar.




El mar es extenso y profundo, amado y temido. Cada gota y cada partícula de sodio que navega sobre su espuma blanca. Cada pez y ser unicelular. Cada escombro y cadáver perdido. Su aliento me llena el alma al amanecer, sus ojos me observan durante el día, su voz pide angustiada mi presencia cuando el sol empieza a caer y cuando la luz se aleja, me llama. Los azotes del viento golpean la superficie y se siente el odio. El viento no me deja respirar mientras los brazos gigantes del mar se abalanzan sobre mi cuerpo y me pierdo entre en la oscuridad de sus aguas, me arrastra hasta los más profundo y me ahoga entre los espíritus del mar que ruegan salir, aquellos muertos en el agua, que buscan el calor de la superficie. Sentir cómo cada recóndita esquina de mi organismo se disuelve en agua y sal, y notar cómo los pulmones me dejan de pedir aire, pues ya están resignados, se rinden.  Un pequeño glóbulo rojo sube por mis arterias, todas las partes del cuerpo empiezan a desaparecer y mis ojos aprovechan esa última pizquita de hemoglobina para dejarme ver el fin, el fin de tanto y tan poco, lo que podría haber visto o haber aprendido y tal vez lo que podría no haber hecho sabiendo que lo hubiese podido hacer. Veo algo, un fondo azul, cada ves más estrecho, cada vez más grisáceo, mi visión se apaga  y pronto dejo de ver, intento oír y no escucho. Siento cómo los dedos de los pies se hunden en la arena y sin más noto un golpe en el pecho, un órgano atormentado que llora por el fin.

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