viernes

Magnum Mendacium

Siempre sucede lo mismo. Llegados a cierto punto de la vida nos planteamos la misma cuestión. En lo más oscuro de la noche mientras el mundo duerme, los ojos se abren repentinamente para mirar a la oscuridad y preguntarse, qué hacemos aquí. Se extiende un tétrico fantasma en nuestro pecho que presiona los órganos dejándonos sin respiración y sin esperanza. Imaginamos las estrellas en el infinito escondidas entre las brillantes nebulosas, vemos inmensos planetas girar y escuchamos el silencio efímero de la inmensidad inacabable, y en el sigilo de nuestra habitación sentimos soledad. La bella nostalgia inunda un mundo que no existe, única distracción posible a los augurios del alma inconsciente, que en vano busca encontrar la escapatoria. Enmascaradas entre las paredes se acercan las sombras y sentimos en la nuca el aliento de las bestias que ansiosas esperan devorar el festín de nuestras carne trastocada. El sudor y el desasosiego nos obligan a destapar nuestro cuerpo acalorado para andar sin razón a ningún lugar en concreto, simplemente buscando huir. Ocultos en la cueva ansiamos salir y salimos. La luz de la luna ilumina nuestros rostro mientras admiramos su belleza. Sentimos el aire de la noche y el aroma del mar penetrando en nuestro pulmón vacío, cansado de no respirar. Cerramos los ojos y sentimos la calma injustificada, un inútil disfraz de terror. Cuestionamos nuestra dicha y porvenir. Lo tememos, y deseamos un desenlace que nuestra propia imaginación nos propicia. Los murmullos de la noche se empiezan a escuchar y las voces del mundo nos juzgan sin pesar. Vivir encadenado a las emociones que corren por nuestras venas, enterrados bajo la cúpula de la humanidad desesperada, esclava de las palabras. Miramos nuestras manos y nos sentimos atrapados bajo la piel, contemplamos nuestras piernas y sentimos los huesos que nos sostienen rígidos. Nos percatamos del viento y le rogamos que detenga sus alas y nuestro tormento. Sin embargo él no escucha, huye antes de oír nuestra plegaría alzándose hacía la inmensidad de las nubes. No es preciso tornar inmóvil lo que es por naturaleza inquieto. Descubrimos que quizás no existan veredicto y que éste nunca llegará, que el dios escogido no es más que un eco retumbante en nuestro frágil cráneo. No obstante debemos abrir el espíritu a lo incognoscible y descubrir que la única y autentica vida  es la que nosotros creamos. Que la verdad es nuestra mejor espada, y que ésta jamás podrá abatir a las fieras del azar, por que no existe. Permitámonos disfrutar de la gran mentira, que el fin de la canción lo marque la ventura del universo.




F.B. Rossich Darder

miércoles

Incipiens



Sentado en esta silla, rebusco en la memoria y te encuentro ahí, reciente y sonriente, un alivio momentáneo para estos momentos de tristeza y alegría, de discordia y fortuna.

Pienso en los monstruos que me atormentan. Oscuros y de centelleantes ojos, escondidos en la sombra esperan saborear mi sangre. Al acecho esperan mi hundimiento para cernirse sobre mi carne. Siento su respiración en la nuca, su aleteo en el aire y su saliva en el suelo. Tienen hambre.

Me resguardo en mi lecho en la negra noche para no verlos. Sueño e imagino verte aparecer entre la bruma, antorcha en mano, haciendo huir de forma despavorida a toda bestia y criatura, y ver como se consumen y desintegran ante la luz. Eres la salvación que nunca llega.

Todas las noches, ante la atenta mirada de las estrellas rezo a todo aquel dios que este dispuesto a escuchar mi reclamo.

Que Malsunis el Cruel contuviese a sus criaturas enjauladas en cárceles de acero negro. Se alzaría Beleno el Bienhechor en mi ayuda. Con su lanza y con su ejercito comenzaría una batalla épica con todo aquel demonio y autómata del mal.  Fobos se escondería despavorido y Deimos partiría para no volver. Quiero oír sus gritos y sus llantos. Ver como de sus lagrimas nace un océano enfurecido ante los ejércitos del salvador. Un atisbo de confusión provocado por el grito de Odín callaría a la mole batallante, dejándoles atónitos, pausando el enzarzamiento entre demonios y ángeles. Todos esperando ver la causa. Verían aquella serpenteante criatura bífida disfrazada de escamas arcoíris. Una bestia titánica que incesantemente se elevaría hasta la cúpula del cielo. De entre las nubes surgiría Heimdall, Guardiana del Valhala, y con su llave abriría el ojo del reptil, la misma puerta del averno. Como si de un agujero negro se tratase, todo ser corrupto; demonio, monstruo o bestia ; sería absorbido en un caótico esperpento de grito y llanto, tormenta y desesperación. Me despediría del miedo, de la mismísimos Gormona y Janás; despidiendo con mi mano a la discordiosa Ate. Concluyendo aquel vorágine con el sonido de una campana. Entre la niebla calmada tras el caos aparecería Beleno que se despediría con una elegante reverencia, ante mi difuso susurro de agradecimiento.

El mar quedaría plano, con la ligera niebla disipándose poco a poco. Se alzaría un viento del oeste, apareciendo Céfiro, anunciante de la primavera. Él y su brisa se acercarían hasta mi oreja para susurrar tu nombre. Entre fuegos fatuos se alzaría un torii de gigantescas dimensiones, surgido del fondo marino ante el ir y venir de peces, medusas y caballitos de mar. Un umbral brillante del que saldrás tú. Tu piel y cabello. Tu sonrisa y esencia. Te abrazarías a mi, y yo entre la conmoción y la buenaventura no diría palabra, pues solo deseaba verte con mis ojos verdes, volver a enamorarte.

Lamasu la bestia alada nos llevaría hasta los confines de la tierra en un tranquilo vuelo donde mi horizonte empezaría en tus ojos. Enki, señor de los palacios, nos construiría un castillo en lo alto de un acantilado bajo la atenta protección de Poseidón y la eterna vigía de Eolo. Un lugar donde mis deseos empezaría en tenerte y terminarían en cuidarte, donde las flores y frutos creciesen en las paredes y donde nadie fuese desdichado. Cien velas mágicas iluminarían nuestra calma. De día viviríamos la vida y de noche, bajo la luz de Freya, sólo Afrodita sería testigo de nuestra pasión hasta el amanecer.

Esperaríamos hasta el fin del mundo y solo el día del Juicio Final, ante la destrucción de los Cuatro Jinetes, seríamos juzgados por Tefnut quien procuraría cobijo adecuado para nuestras almas.

Este es mi rezo y reclamo. Pero vosotras sois sólo estrellas y yo un simple mortal enamorado. Pero no me culpéis, el corazón quiere lo que el corazón quiere. Quiere rápido y olvida lento. Desea con ansia y teme un final.

FBRD 15·08·13
(Hang on little tomato)

jueves

La Leyenda del Colibrí




Tras las nubes brillaba aquella luna llena. Las palmeras jugaban a las sombras con el viento en un baile impetuoso, mientras los mosquitos hacían de su aleteo la única música de la noche. Aquel olor a humedad y salitre tan propio de Puerto Príncipe llenaba el ambiente.  Sentada estaba una mujer, en aquel balcón de aquel hotel desconocido, esperando, mientras oía sonar los fuertes tambores del oleaje caribeño, imaginándose a los peces esconderse entre las rocas para huir de los temibles tiburones nocturnos. En sus ojos acuosos y brillantes, se apreciaba el posible llanto, una mirada dirigida al infinito que quizás se lamentase por todos aquellos marines que sucumbieron ante las tinieblas de la profundidad del mar; o quizás fuese a llorar por la muerte de aquellos esclavos que perecieron en las hogueras y guillotinas luchando por su libertad; quizás fuese una mirada de desolación y temor ante un mundo injurioso y lúgubre. El incesante paso de un Can Cerbero que ni el mismísimo Orfeo con su melodía sería capaz calmar.

Una lágrima caía por su mejilla, mientras apretaba fuerte con su mano algo que sonó como papel arrugado. Miraba con seriedad a la luna y bajó el rostro mientras desdoblaba aquel papel de entre sus manos, leyendo en voz alta y tono quebrado;

“Espérame pues llegaré. Cada luna llena de cada mes. No puedo decir cuando ni como, pero ahí estaré. Como dijo Samuel Johnson: “Es necesario esperar, aunque la esperanza haya de verse siempre frustrada, pues la esperanza misma constituye una dicha, y sus fracasos, por frecuentes que sean, son menos terribles que su extinción”.

Las desdichas de la vida me separaron de ti, y sólo la muerte misma frustrará mi destino de volverte a ver.”

Su mirada emotiva se transformó en sonrisa y ya cansada de esperar cerró los ojos ante la mirada de las estrellas. Soñó con los delfines rosados del amazonas y también con las alturas de los Andes. Todos los viajes de su vida se hicieron presentes en un sueño, acompañada de aquel hombre que tanto ansiaba ver. Nadando entre arrecifes de colores, andando entre calles de roca marchita. Las mismas estrellas que le vieron dormir fueron testigos de la sonrisa reflejada en su cara.

Despertó ante el incesante canto de un colibrí que revoloteaba entre las flores del balcón. El calor y los rayos de sol iluminaron la escena. La humedad invadía sus pulmones y una leve bruma soñolienta refrescaba su piel. La Luna desaparecía ante la presencia de su imperioso hermano Sol, que poco a poco asomaba en el horizonte al tiempo que las estrellas se despedían hasta la próxima noche. En aquel preciso instante alguien llamó a la puerta. La tez adormilada de aquella mujer se tornó despierta girándose sorprendida hacia la entrada. La voz de un hombre llamaba por su nombre. Ella se alzó de aquel sillón y corrió hacia el portal dejando caer aquel papel de sus manos, abriendo la puerta con ímpetu dando paso a un haz de luz.

El pequeño colibrí, que observó el espectáculo, desapareció entre las flores tal y como había llegado, con total discreción y sin ser visto.


F.B.R.D 28·06·13
(Dedicado a Horfeo)

Miseria.




Siempre, desde que era una niña, he conseguido hacer de lo mísero un drama. He conseguido transformar gotas de agua en océanos tormentosos de olas turbulentas que arrasan con las orillas cercanas. Mi madre me solía decir: “¡Cálmate, niña!”. Jamás le hice una pizca de caso. Mi padre solía mirarme con ojos más piadosos. Era incapaz de ver la maldad en mí. Sus ojos acuosos daban la sensación de que en cualquier momento se echaría a llorar desconsoladamente, lamentándose por la mísera vida que le había tocado, por la penosa familia que había procreado. Nunca comprendió el gran desperdicio que supuso su existencia para la humanidad. Un tendedero pobre, que nació pobre y murió pobre. Mi madre consiguió vivir unos años más, pero de poco le sirvió. Estando sola en aquella silla en el porche, mirando al infinito. Su único objetivo en la vida… a saber cuál sería. Jamás lo dijo y jamás me interesó. Si le digo la verdad, me críe en una villa tétrica y oscura. Las praderas podían ser todo lo verde que usted desease, pero nunca pudimos apreciar el calor de un rayo de sol sin acostumbrarnos. Antes de que nuestra piel se enrojeciese volvíamos a estar mojados por la lluvia y cubiertos por las nubes. Crecí entre polvo, durmiendo entre sacos de pulgas, entre niños sucios y piojosos que jamás supieron apreciar mi arte. Se reían de mí, me señalaban con el dedo sin tener en cuenta que algún día me aclamarían con sus aplausos. Me acuerdo de un chico al que siempre le llamé la atención, olvidé su nombre, sólo puedo recordar el color añil de sus ojos. Me pregunto qué será de él. Seguramente haya seguido el mismo fatídico destino que mi padre, con un oficio patético y una familia muerta de hambre. Pero yo seguí adelante, conseguí que un buen hombre se fijase en mí, en mi voz. Le dijo a mis padres que me llevaría con él, a la gran ciudad, dónde me enseñaría el gran y apasionante mundo del arte musical y les pidió educadamente la firma de un papel. Mis padres lloraron y se entristecieron. Reconozco haberle insistido a aquel hombre que me sacase de ahí, incluso mentí sobre cómo mis padres me azotaban si no traía dinero a casa. Gracias a Dios, al fin cedieron (para apoyarme en mi futuro) y firmaron aquel condenado papel empapado en lágrimas. Después de eso mi vida se terció luminosa como el alba. Me vestían con grandes telas, me enseñaron el tocar el violín y el piano, a cantar como los ángeles. Conocí a eminencias musicales de todos los rincones de Europa, me regodeé con la burguesía en sus opulentas fiestas modernistas. Crecí y muy rápido. Aquellos años de mi vida se hicieron fugaces, como un suspiro cálido. Una pena, ¿verdad? La vida es un recorrido que se nos hace cargante en los momentos más miserables y veloz como un meteoro cuando más brillante resulta su apogeo. Qué le puedo decir, mi Señor, me considero afortunada y orgullosa de lo que soy. Ahora me cotizo en los mejores teatros de las grandes ciudades. Todos esperan oír mi voz al piano alguna vez en su vida, y yo espero poder satisfacer dicho deseo a todo aquel digno de cumplírsele. Dirá lo que quiera, que soy una mujer criada entre algodones, que no sé apreciar el valor de las personas y mucho menos ser capaz de amar a otra persona más que a mí misma. Estoy cansada de contar mi historia y de que todos me contesten a regañadientes lo pedante y egoísta que soy. Ya conozco la respuesta, así que si esa va a ser su contestación, por favor, déjeme tranquila. Ya tengo suficientes cosas en las que pensar como para preocuparme por lo que me pueda decir un viejo carcamal como usted. Aunque bien es cierto que no le conozco de nada y que le estoy prejuzgando sin que aún haya tenido oportunidad de decirme su nombre. Reconozco que puedo ser muy impulsiva, pero es mi personalidad, además he bebido alguna que otra copa. Mi intención tampoco es pedirle disculpas, ni mucho menos. Usted es un desconocido y su perdón no vale ni un penique para mí. Pero bueno, cambiemos de tema. ¿Qué le parece la fiesta? Un tanto ostentosa, ¿no cree? Yo no tengo nada en contra del opio y del alcohol por muy prohibidos que estén, pero eso de las orgías me parece un tanto descarado. Sin duda, ha sido idea de aquel ricachón que baila ahí, en medio de la sala. No es por ser chismosa, pero me han contado que tiene más de un vicio repugnante. Un jovencito al que le gusta la promiscuidad de las jóvenes damas de por aquí. Conmigo lo lleva claro, si le digo la verdad. Yo no soy de esas que se deja convencer fácilmente. Aunque bien es verdad que se está fijando en la dama del vestido rojo. Es violento cómo le mira los pechos, qué hombre más descarado, por Dios bendito. Un gran bailarín, sin duda. Seguramente haya aprendido en burdeles a tratar a las damas así. Fíjese, qué piernas, qué espalda tan bien formada. Apostaría que sus padres son bien ricos y que están bien orgullosos de él. También me han contado que estudia leyes en la universidad, un gran estudiante por lo visto. Le espera un grandioso futuro. Personalmente, opino, y se lo recomendaría si le conociese de algo, que dejase atrás jolgorios como el de esta noche, pues no hacen más que enturbiar su reputación. Si quiere llegar a ser un gran hombre debería plantearse poner su nombre y apellido en una buena posición. Así podría conseguir un buen trabajo, ser juez quizás, y conseguir que un buen hombre adinerado decidiese concederle la mano de su hija, con la que se casaría y tendría unos hijos preciosos con ojos verdes, heredados de su padre. Qué ojos tan brillantes tiene, me los imagino, ¿usted no? Aunque también podría ser que lo enviasen a la guerra. He oído que estamos a las puertas de un conflicto importante. Se oyen rumores, ¿sabe?; incluso los del mundo de la música estamos preocupados. Una guerra puede ser muy trágica para un pianista y aún más para sus manos. En cambio, yo estoy tranquila, soy mujer y como mucho me tocará llorar la muerte de algún que otro conocido, como mucho. Pero bueno, no creo que por que un anarquista haya asesinado a un hijo de reyes en un país miserable pudiese empezar un conflicto de tal categoría como el que se rumorea por las calles. La gente, desde mi punto de vista, habla mucho sin saber. El futuro es una cosa incierta, ambigua para todos, imposible de predecir. Debería dejar de beber, me estoy empezando a sentir mareada y no querría dejar el piano lleno de… ya sabe. Disculpe mi ordinariez. Estoy empezando a darme cuenta de que usted no me está haciendo ningún caso. ¡Ay! Me ha mirado. Qué ojos tan bellos, qué rostro. Su forma de andar deja clara su alta posición social. Me pregunto cómo será en la cama. Sería maravilloso que se fijase en mí y dejase de lado a aquella maldita golfa de pechos grandiosos, eso no puede ser cómodo de ninguna de las maneras. ¡Me ha vuelto a mirar! Señor, mire…Señor. Como le iba diciendo, sin duda ese hombre se habrá fijado en mí. He estado una hora cantando bellas canciones con mi bella voz. Además, si él ha organizado la fiesta, él me ha contratado, por lo tanto ya conoce mi nombre. Mucho más fácil para mí conseguir engañarlo con mis encantos de mujer, sin duda. Pero ya le he dicho que no soy fácil. Primero conseguiré que se fije en mi,  me haré la difícil, así le llamaré muchos más la atención y luego, en otros eventos en los que nos encontremos, le deslumbraré de nuevo con mis encantos. Llámeme manipuladora, pero así somos todas las mujeres, al menos aquellas que se consideran mínimamente inteligentes, no como aquella golfa. Quizás en unos meses empecemos a escribirnos cartas, como los amantes. Poco a poco hilaremos el recorrido hasta que nuestro amor se consume con una opulenta celebración matrimonial. Él insistirá en procrear un hijo, yo me negaré. No tengo intención de arruinar mi figura, al menos no hasta los treinta años. Sé que ya es una edad muy tardía para tener hijos, pero no me pueden culpar de querer mantener mi figura, es un placer ver cómo otras mujeres me señalan envidiosas. Después del primer hijo nos empezaremos a aburrir el uno del otro, cosas que pasan, ya sabe. Con el tiempo él encontrará amantes jóvenes para satisfacer sus instintos masculinos. Yo, vengativa, buscaré portentosos hombres  que sepan darme placer. Veo que fuma y bebe mucho, por lo tanto quizás muera unos años antes de que llegue mi hora. Durante esos años me dedicaré a gastar su fortuna, dando la vuelta al mundo descubriendo misterios de la vida, quién sabe. Temo morir, con todo mi ser, es una pena que sea inevitable para todos. Morir; la misma palabra me provoca escalofríos, y más escalofríos me provoca pensar que quizás pueda morir sola. Qué horror, qué miseria para todos aquellos que viven solos y mueren solos. Señor, podría levantar la cabeza de vez en cuando, al menos para asentir a lo que le digo. ¿Usted conoce a ese joven de ojos verdes? ¿Podría presentármelo? Señor…Señor… ¡Oh, mire! Se marcha con aquella furcia de grandes pechos. No puedo creer lo que ven mis ojos. La está besando. Menudo traidor indecente. Quién se ha creído que es. Señor, levántese y presénteme a ese hombre, le deseo. No creo lo que ven mis ojos, se ha marchado y usted… Señor, ¿está dormido? Menudo sin vergüenza, se ha dormido mientras le hablaba. ¡Despierte Señor! ¡Despierte!

Oh. Disculpe jovencita, me he quedado dormido… No recuerdo qué ha pasado, creo haber bebido demasiado vino, discúlpeme… ¿Quién es usted?
No se preocupe mi buen Señor. Mi nombre es Odelia Marie. ¿Y usted?









El Mar.




El mar es extenso y profundo, amado y temido. Cada gota y cada partícula de sodio que navega sobre su espuma blanca. Cada pez y ser unicelular. Cada escombro y cadáver perdido. Su aliento me llena el alma al amanecer, sus ojos me observan durante el día, su voz pide angustiada mi presencia cuando el sol empieza a caer y cuando la luz se aleja, me llama. Los azotes del viento golpean la superficie y se siente el odio. El viento no me deja respirar mientras los brazos gigantes del mar se abalanzan sobre mi cuerpo y me pierdo entre en la oscuridad de sus aguas, me arrastra hasta los más profundo y me ahoga entre los espíritus del mar que ruegan salir, aquellos muertos en el agua, que buscan el calor de la superficie. Sentir cómo cada recóndita esquina de mi organismo se disuelve en agua y sal, y notar cómo los pulmones me dejan de pedir aire, pues ya están resignados, se rinden.  Un pequeño glóbulo rojo sube por mis arterias, todas las partes del cuerpo empiezan a desaparecer y mis ojos aprovechan esa última pizquita de hemoglobina para dejarme ver el fin, el fin de tanto y tan poco, lo que podría haber visto o haber aprendido y tal vez lo que podría no haber hecho sabiendo que lo hubiese podido hacer. Veo algo, un fondo azul, cada ves más estrecho, cada vez más grisáceo, mi visión se apaga  y pronto dejo de ver, intento oír y no escucho. Siento cómo los dedos de los pies se hunden en la arena y sin más noto un golpe en el pecho, un órgano atormentado que llora por el fin.