-Siniestra oscuridad que asola el ambiente, dime, ¿Quién soy?
Que ser si no aquello que ni alcanzamos a comprender, dime oscuridad, que soy
sino lo que seré, lo que se encuentra a mi alrededor. Mil lápidas pedregosas y
mil árboles putrefactos me rodean, los
fantasma de mi familia me escuchan lamentar la muerte de mi amor. Qué pena me
asola, que ni una sola lágrima me atrevo a derramar, porque siento miedo de
demostrar simplicidad, pues no veo suficiente mil lágrimas para expresar mi
horror. Sola, sola sin nadie que me ayude. ¿Qué haré oscuridad? Morir. No puedo
morir aun, soy quizás demasiado joven, no deseo morir, pero no puedo vivir sin
mi amor. Dime oscuridad, pues no creo en dios vetusto que me ayude a solventar
las penas de mi alma, ni en persona que sepa comprenderme más que yo misma, lo
que yo misma siento. No hay hombro ni regazo que sostenga mi cabeza, sino el tuyo
intangible, oscuridad. Que satisfacción encontraré. Oh tenue oscuridad, que no
me dejas ver lo que no quiero ver. Me escondes del mundo del que huyo, pero no
me acercas al mundo al que aspiro, si fuese simple el hecho de pedirte que me
llevaras con él, ¿Lo harías?¿Me llevarías de vuelta junto a él? –
-No -dijo un hombre que se situaba detrás de la dama. Su
rostro estaba cubierto por la sombra, su vestimenta era ruin y demasiado sucia
de tierra. Sujetaba con la mano izquierda un pala y fumaba un pitillo con la
mano derecha. Era sin dudarlo un humilde enterrador. Expiró una profunda
cantidad de humo y dijo- ¿No cree, mi dama, que ya ha estado suficiente tiempo
aquí arrodillada? Las flores que trajo ya yacen muertas y secas sobre la lápida
de su marido. No se lamente más, no volverá. Siento decirle que se tiene que ir
de aquí, y ni piense en el suicidio que me ha parecido oírle especular con su
amigo “la oscuridad”, ya he tenido suficiente trabajo por hoy y no veo oportuno
que su belleza quede diezmada con tal estupidez. Váyase de aquí dama, busque
a otro hombre que le dé hijos, la vida es larga y preciosa, y si no pregúnteme
a mi, amo mi trabajo- La joven dama de negro asustada por tal descortesía, se
levantó temblorosa con pañuelo en mano y en pasos cortos empezó a caminar entre
lápidas y fantasmas. Aquel hombre la miró extrañado mientras ella desaparecía
en la oscuridad.-Por ahí no encontrará salida de este cementerio-gritó, pero
ella iba desapareciendo en la oscuridad, poco a poco, cada vez más tenue y,
como la última llama de una hoguera, se esfumó. Allí se quedó ese hombre. Con
un resoplido se giró y anduvo hacia el lado opuesto, con el cigarro y la pala
en mano. No necesitaba luces, estaba bien acostumbrado a su trabajo. Dejó la pala apoyada en un muro, sacó un
manojo de llaves y con gran estruendo, pues la verja estaba muy oxidada, cerró
el cementerio, con la simple diminuta luz de su cigarro. Empezó a caminar por
las tristes calles de aquella triste y tétrica villa, y dijo en la oscuridad-
Almas en pena, todas sucumben a la insania, mañana esa chiquilla no será más
que pasto para los gusanos del hoyo que
yo mismo cavaré-. Siguió caminando, llegó a su triste morada y se echó en la
cama a dormir pensando en aquella dama de negro.
A la mañana siguiente, al volver al cementerio, preguntó a sus
compañeros de oficio por aquella dama. Resultó no haber ni rastro de ella, ni
de una sola prenda suya, nada. ¿Cómo escapó del cementerio cerrado a cal y
canto? ¿Cómo pudo escalar los muros? Era totalmente imposible, pensó el
enterrador, imposible. Quizás, sólo por aquella vez, la oscuridad, oidora de
todas las lamentaciones de aquella dama, se la hubiera llevado por compasión,
para no volver jamás.
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