Siempre sucede lo mismo. Llegados a cierto punto de la vida nos planteamos la misma cuestión. En lo más oscuro de la noche mientras el mundo duerme, los ojos se abren repentinamente para mirar a la oscuridad y preguntarse, qué hacemos aquí. Se extiende un tétrico fantasma en nuestro pecho que presiona los órganos dejándonos sin respiración y sin esperanza. Imaginamos las estrellas en el infinito escondidas entre las brillantes nebulosas, vemos inmensos planetas girar y escuchamos el silencio efímero de la inmensidad inacabable, y en el sigilo de nuestra habitación sentimos soledad. La bella nostalgia inunda un mundo que no existe, única distracción posible a los augurios del alma inconsciente, que en vano busca encontrar la escapatoria. Enmascaradas entre las paredes se acercan las sombras y sentimos en la nuca el aliento de las bestias que ansiosas esperan devorar el festín de nuestras carne trastocada. El sudor y el desasosiego nos obligan a destapar nuestro cuerpo acalorado para andar sin razón a ningún lugar en concreto, simplemente buscando huir. Ocultos en la cueva ansiamos salir y salimos. La luz de la luna ilumina nuestros rostro mientras admiramos su belleza. Sentimos el aire de la noche y el aroma del mar penetrando en nuestro pulmón vacío, cansado de no respirar. Cerramos los ojos y sentimos la calma injustificada, un inútil disfraz de terror. Cuestionamos nuestra dicha y porvenir. Lo tememos, y deseamos un desenlace que nuestra propia imaginación nos propicia. Los murmullos de la noche se empiezan a escuchar y las voces del mundo nos juzgan sin pesar. Vivir encadenado a las emociones que corren por nuestras venas, enterrados bajo la cúpula de la humanidad desesperada, esclava de las palabras. Miramos nuestras manos y nos sentimos atrapados bajo la piel, contemplamos nuestras piernas y sentimos los huesos que nos sostienen rígidos. Nos percatamos del viento y le rogamos que detenga sus alas y nuestro tormento. Sin embargo él no escucha, huye antes de oír nuestra plegaría alzándose hacía la inmensidad de las nubes. No es preciso tornar inmóvil lo que es por naturaleza inquieto. Descubrimos que quizás no existan veredicto y que éste nunca llegará, que el dios escogido no es más que un eco retumbante en nuestro frágil cráneo. No obstante debemos abrir el espíritu a lo incognoscible y descubrir que la única y autentica vida es la que nosotros creamos. Que la verdad es nuestra mejor espada, y que ésta jamás podrá abatir a las fieras del azar, por que no existe. Permitámonos disfrutar de la gran mentira, que el fin de la canción lo marque la ventura del universo.
F.B. Rossich Darder
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