El
mar es extenso y profundo, amado y temido. Cada gota y cada partícula de sodio
que navega sobre su espuma blanca. Cada pez y ser unicelular. Cada escombro y
cadáver perdido. Su aliento me llena el alma al amanecer, sus ojos me observan
durante el día, su voz pide angustiada mi presencia cuando el sol empieza a
caer y cuando la luz se aleja, me llama. Los azotes del viento golpean la
superficie y se siente el odio. El viento no me deja respirar mientras los
brazos gigantes del mar se abalanzan sobre mi cuerpo y me pierdo entre en la
oscuridad de sus aguas, me arrastra hasta los más profundo y me ahoga entre los
espíritus del mar que ruegan salir, aquellos muertos en el agua, que buscan el
calor de la superficie. Sentir cómo cada recóndita esquina de mi organismo se
disuelve en agua y sal, y notar cómo los pulmones me dejan de pedir aire, pues
ya están resignados, se rinden. Un pequeño glóbulo rojo sube por mis
arterias, todas las partes del cuerpo empiezan a desaparecer y mis ojos
aprovechan esa última pizquita de hemoglobina para dejarme ver el fin, el fin
de tanto y tan poco, lo que podría haber visto o haber aprendido y tal vez lo
que podría no haber hecho sabiendo que lo hubiese podido hacer. Veo algo, un
fondo azul, cada ves más estrecho, cada vez más grisáceo, mi visión se
apaga y pronto dejo de ver, intento oír
y no escucho. Siento cómo los dedos de los pies se hunden en la arena y sin más
noto un golpe en el pecho, un órgano atormentado que llora por el fin.
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