jueves

Testimonio de una asesina






“Él mató a tu padre. Él mató a tu madre. Él mató a tus hermanos. Él me mató a mi. Búscale y véngate. Encuéntralo y no dejes alma en su ser. Envíale directo al infierno como la escoria que es. Que arda eternamente. Por los siglos de los siglos, amén.”

V.V.N



–Eso fue lo último que escribió mi querido hermano, perecido en la guerra. No dice a quien se refiere, pero yo comprendo Padre. Sé de quien se trata si la carta es de mi hermano– dijo la joven muchacha, al pie del altar arrodillada ante el fraile. El clérigo la miró con cara de espanto y dijo –La venganza no es el camino que el señor predica mi querida niña, olvídalo todo, eso no son más que delirios de un loco que sucumbió a los horrores de la guerra. Olvídalo y Dios perdonará  tu intención–. Su voz resonó en todo el recinto de la iglesia. Ella se levantó cabizbaja, levanto sus ojos hacia el techo. Unos ojos llenos de lágrimas y enrojecidos por el dolor de su alma.

–Mi conciencia no descansará en paz, ni aquí, ni en el paraíso, ni en ninguna de la tierras prometidas de las religiones de este mundo Padre, llevaré a cabo mi venganza sin su aprobación o con ella, la indiferencia me asalta la mente. Si mi destino, es entonces, ir al infierno, iré. No hay peor tortura que mi vida, ni mejor alegría que supondrá para mi alma, el infierno que me espera– rápidamente dio la espalda a su dios, a su cruz y a su fe, y marchó, anduvo por el centro de aquella pequeña iglesia directa a la salida.

Anduvo por las calles de aquella villa. Una villa ennegrecida por el luto, asolada por los llantos constantes de las mujeres y de los niños. Llena de escombros por doquier, llena de boquetes de las bombas rusas. Llenas de sangre y carne alemana.

“Guerra, muerte, sangre y fuego. En qué se ha convertido mi hogar. Qué son las calles que me rodean sino la muerte del orgullo de mi nación, mi patria. Todo ha muerto, todo ha caído.  Es el fin del gran imperio que asombraría al mundo, una esperanza que llenó nuestros corazones y que se derrama ahora, lentamente, como un reloj de arena, sin dejar amanecer libre de odio y discordia. Que maldición ha asolado a mi familia, todos muertos. Mi querido padre, desaparecido en el campo de batalla, como el resto de mis hermanos. Mi querida madre, fusilada por intentar huir de nuestra patria. Recuerdo como solíamos pasear los domingos de mercado por estas calles, llenas de alegría y paz”.

La joven mujer, de pelo rubio y ojos verdes, andaba con firmeza. Su cara expresaba firmeza y dolor al mismo tiempo. En cualquier momento, parecía, que caería rendida al suelo en un llanto eterno de dolor. Pero no lo hizo. Se dirigía hacia el hospital de aquella villa, cuando repentinamente una fuerte lluvia  gélida empezó a caer. Aceleró el paso y finalmente llegó a su destino, para cumplir el acometido que le había correspondido en la vida.

“Huele a muerte, a putrefacto y a sudor humano. Este sitio esta lleno personas… personas que morirán, o que quizás sobrevivan a esta guerra. No me importa que les pueda pasar. Mi familia me espera donde quiera que estén, y ya no me queda tiempo en este mundo.  ¿Dónde estará?”

Subió por las escaleras de aquel edificio. Estaba a rebosar de hombre y mujeres, heridos y cadáveres, enfermeras y médicos. Extrañamente no se oían llantos por la desesperación, ni gritos de temor por la cercanía de las bombas rusas. Solo se oían los gritos de algunos cuantos tullidos dolidos. Todos sabían que la guerra terminaría pronto, y no estaban dispuestos a derramar más sangre. Inútiles, civiles patéticos e ineptos que no son, sino el orgullo de la patria. La joven muchacha pasaba de ser percibida. Ella buscaba con la mirada, pero parecía no encontrar.

“Dónde… dónde estará, maldito bastardo, mal nacido hijo de una furcia…”

En sus ojos se observó la mirada fierra de un águila de caza, las ansias de sangre y muerte. Su rostro rígido como mármol quedo quieto en un punto, y lentamente anduvo con pasos firmes y largos, casi corriendo. El águila había encontrado a su presa y se dirigía a matar. Paso entre la muchedumbre silenciosa, paso por el umbral de una puerta y se quedó quieta, ahí de pie como una estatua. Fijando su mirada en un hombre manco, lleno de vendajes en una camilla blanca como el talco.

“ Aquí estás, por fin te encuentro. El hombre que luchó junto a mi familia y les dejó morir. El hombre que despreció a mi familia durante tanto tiempo. Asesino.”

El hombre abrió los ojos con delicadeza, y gruñó de dolor mientras se erguía. –Mi querida señorita, me alegró de ver que esta bien… siento… mucho lo de su familia… esta guerra  ha sido terrible para muchas familias… le acompaño en el sentimiento… – dijo temblorosamente. El temor en su cara se apreciaba a millas.

–Cállate maldito hijo de puta, eres un traidor, un insulto para mi familia y debes morir…nos has engañado demasiado tiempo, pero tu hora ha llegado maldito judío, tu raza es como la peste– La joven muchacha sacó de su bolsillo una pistola, el tiempo se ralentizó durante una segundos. Levantó el arma con el brazo bien recto, apuntando la frente de aquel señor. Se acercó y pegó el arma de fuego a su frente. El hombre temblaba, mientras pedía lloroso misericordia y perdón. Ella apretó con fuerza el gatillo. La cama se lleno de sangre. En la cara, deformada por el disparo,  seguían abiertos los ojos de aquel judío. El silencio de aquel lugar se rompió en gritos de desesperación, la gente corría e huía asustada.

La joven muchacha, pálida como la nieve, introdujo la pistola en su boca. De su ojo izquierdo calló una pequeña lágrima antes de morir. Una lágrima roja como el arrepentimiento, como la sangre.

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