Tras las nubes brillaba aquella luna llena. Las palmeras
jugaban a las sombras con el viento en un baile impetuoso, mientras los
mosquitos hacían de su aleteo la única música de la noche. Aquel olor a humedad
y salitre tan propio de Puerto Príncipe llenaba el ambiente. Sentada
estaba una mujer, en aquel balcón de aquel hotel desconocido, esperando,
mientras oía sonar los fuertes tambores del oleaje caribeño, imaginándose a los
peces esconderse entre las rocas para huir de los temibles tiburones nocturnos.
En sus ojos acuosos y brillantes, se apreciaba el posible llanto, una mirada
dirigida al infinito que quizás se lamentase por todos aquellos marines que
sucumbieron ante las tinieblas de la profundidad del mar; o quizás fuese a
llorar por la muerte de aquellos esclavos que perecieron en las hogueras y
guillotinas luchando por su libertad; quizás fuese una mirada de desolación y
temor ante un mundo injurioso y lúgubre. El incesante paso de un Can Cerbero
que ni el mismísimo Orfeo con su melodía sería capaz calmar.
Una lágrima caía por su mejilla, mientras apretaba fuerte
con su mano algo que sonó como papel arrugado. Miraba con seriedad a la luna y
bajó el rostro mientras desdoblaba aquel papel de entre sus manos, leyendo en
voz alta y tono quebrado;
“Espérame pues llegaré. Cada luna llena de cada mes. No
puedo decir cuando ni como, pero ahí estaré. Como dijo Samuel Johnson: “Es
necesario esperar, aunque la esperanza haya de verse siempre frustrada, pues la
esperanza misma constituye una dicha, y sus fracasos, por frecuentes que sean,
son menos terribles que su extinción”.
Las desdichas de la vida me separaron de ti, y sólo la
muerte misma frustrará mi destino de volverte a ver.”
Su mirada emotiva se transformó en sonrisa y ya cansada
de esperar cerró los ojos ante la mirada de las estrellas. Soñó con los
delfines rosados del amazonas y también con las alturas de los Andes. Todos los
viajes de su vida se hicieron presentes en un sueño, acompañada de aquel hombre
que tanto ansiaba ver. Nadando entre arrecifes de colores, andando entre calles
de roca marchita. Las mismas estrellas que le vieron dormir fueron testigos de
la sonrisa reflejada en su cara.
Despertó ante el incesante canto de un colibrí que
revoloteaba entre las flores del balcón. El calor y los rayos de sol iluminaron
la escena. La humedad invadía sus pulmones y una leve bruma soñolienta
refrescaba su piel. La Luna desaparecía ante la presencia de su imperioso
hermano Sol, que poco a poco asomaba en el horizonte al tiempo que las estrellas
se despedían hasta la próxima noche. En aquel preciso instante alguien llamó a
la puerta. La tez adormilada de aquella mujer se tornó despierta girándose
sorprendida hacia la entrada. La voz de un hombre llamaba por su nombre. Ella
se alzó de aquel sillón y corrió hacia el portal dejando caer aquel papel de
sus manos, abriendo la puerta con ímpetu dando paso a un haz de luz.
El pequeño colibrí, que observó el espectáculo,
desapareció entre las flores tal y como había llegado, con total discreción y
sin ser visto.
F.B.R.D 28·06·13
(Dedicado a Horfeo)