Del aroma
de las rosas, del calor del sol y de la humedad de la tierra, surgieron sus pequeños frustos que crecieron. De la espuma blanca de las olas, la imaginación
de las rocas que se destruían, la frustración
de los cielos y la agitación de sus tempestades, surgieron los pequeños
seres cuadrúspedos.
De aquellos
frustos poco se sabía. De pequeño tamaño y poco peso en los principios de la
ansiada primavera, cuando la nieve aun perdura entre las grietas de las
dura piedra gris, surgía de la fina rama con delicadeza y gracilidad,
causando un lento estrago de dolor en la rama, teñida de rojo, por culpa de
aquel frusto que nacía. Con el tiempo, y
con el aumento de la luz solar, el frusto crecía, adornándose en su proceso de
culminación con suaves hojas a su alrededor. Numerosos colores
pintaban la fina piel de este frusto que crecía. Con la sequia estival,
mientras los demás frutos padecían y se
volvían pardos, los frustos permanecían vivos sin ennegrecer ninguno de sus
vivaces tonos. Mientras las hojas caían al abismo de los tiempos, la brisa fría
servía de aviso a aquellos frustos. Aviso de los que se acercaba, avisó de lo
inevitable. La piel de esos frustos se volvía oscura, perdiendo la celeridad de
su envoltura entera. No más que la preparación de la noche blanca, el día
oscuro, el helado aire. Con la primera luz de la nueva primavera aquellos
resistentes frustos caía. Muy pocos de ellos soportaban la dureza de la noche
blanca, pocos mantenían su pictórico color tras el día oscuro. De esos poco que
sobrevivían y caían al suelo, la mayoría de ellos eran absorbidos por la piedra
en busca de nuevas vidas. Pero un muy demasiado pequeño número de éstos era
comido, devorado y aniquilado por cualquier bestia o monstruo que por allá parase y consiguiere olfatear la dulzura de su presa, los frustos. De entre
esos múltiples monstruos y bestias, existían multitud de especies y razas; los
que ostentaban una pata con orgullo, los que con dos saltaban de alegría, los
que poseían tres patas y poca coordinación… también existían seres de cuatro,
cincos y seis… pero los de verdadero interés en esta historia de carácter surrealista, es importante remarcar la
extraña existencia de unas bestias dóciles denominadas por los ingenuos, los
cuadrúspedos .
Suerte tuvo
aquel cuadrúspedo que sin miedo ni temor de cruzar la pradera que le separaba
de aquel frusto, comió y saboreó, del de éstos, el más brillante y reluciente.
En esta
bestia se desató la fatalidad, la nulidad del alma que busca encontrar la luz
más pura y empíricamente verdadera. Probó por primera vez de aquello que lo
transformó en “bípedo” , bi “brachium” , “quinque-digitus” y
“seape-inventum”.
La humanidad se convirtió en su más
brillante virtud, y en su más dañino defecto.
La razón que
inmiscuyó a estos quadrúspedosl no fue suya ni lo será, si no sólo habiendo
sido amagada enfrente de sus apestosas narices. La ley de los hombres no
alcanzó a comprender que fue aquello que despertó el hondo reconcomer de su
alma; siendo la causa un pequeño frusto. Quien de su origen no conoce, de su
porvenir poco podrá predecir. De quien en su tiempo no cree, no le espera la
más mínima fe que resguardar; pues tristemente, quien aspira a la verdad, corre
el riesgo de topársela por el camino.
Su fatídico final se acercaba sigilosamente pues nada es infinito. Caminando por un
mundo en el que no hay camino y aun así siempre llegando a algún lugar.
Aumentaron en número, se multiplicaron con velocidad y pronto olvidaron sus
nombres, haciéndose llamar hijos de los hombres. Los hijos de los hombres
prosperaron, proviniendo de un origen encaminado a la ignorancia de la infancia.
Pronto
creyeron y pronto dejaron de saber.
Y los hijos de los hombres comieron del pan y bebieron
del vino de un dios que jamás intervino.
FIN
12.1.13-FBRD